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Fútbol

Fútbol
Siempre me ha parecido algo incomprensible el fútbol, tanto como la sociedad en general. Es un perfecto absurdo del mundo en que vivimos: veintidos personas absolutamente millonarias, ganando un dinero imposible para el resto de los mortales, bañados en pasión de masas. Es el tiempo de ocio estructurado como el de trabajo. Eso sí, se puede gritar mucho.

La euforia colectiva ante el mundial: el maquillaje siux, las lágrimas, una fiesta casi religiosa que une a hijos, padres, amigos, vecinos, reyes, políticos, empresarios presidentes de gobierno... Una unión televisiva, por supuesto.

El racismo se diluye más en este microcosmos privilegiado de intereses económicos, intrigas, publicidad... ¿Qué da más por menos? La varita mágica de la comunicación, la conversación de la que todos opinan, la esencia de la sociedad del espectáculo... Esa sensación de que todo niño podría llegar a ser un futbolista de primera o de que cualquiera tiene la posiblildad de que le toque la loteria primitiva.

Manolo el del bombo y su bufanda, fichado por Burger King -me imagino que es una buena publicidad- o ese joven que deja a su novia y amigos por ir a ver el partido con su solitario padre y dos mahous, en plan vuelve a casa en Navidad.

Ajeno al fútbol desde siempre, cuando me obligaban a jugar en clase de gimnasia en el colegio me ponían de portero, por lo largo, así si estiraba el brazo en plan Woody Allen a lo mejor paraba el balón por casualidad... Lo bueno de crecer es que eliges, y puedes decir no. No más fútbol en mi vida. Pero hay días que es difícil escapar. Quien me iba a decir que en mi paseo en góndola por Venecia, dos góndolas solitarias llenas de adolecentes, una canción melancólica, descubriendo Italia, y de pronto, un grito que salía de los palacios e inunundaba la ciudad: goooool...


Jesús Gironés


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