El preservativo democrático
No faltan ocasiones para comprobar la abundancia de la estulticia en el mugriento mundo socialista que nos obligan a aceptar. Pero la reacción de la nomenclatura mundial ante las recientes palabras del Papa sobre el uso de preservativos nos muestran, sin exageración, lo agraciadas que han resultado algunas democracias en el copioso reparto de esa triste característica humana y, lo que es lamentablemente más grave, que algunos sistemas políticos serían inviables sin elevadas (sobre)dosis de ella.
Todos los panfletos y televisiones de la gaycracia mundial lo consideran un avance en la lucha contra el SIDA, aunque insuficiente. Para estos “progres” es insuficiente todo lo que no sea prostitución y homosexualidad generalizada como la que viven en su pobre existencia. Nunca consideran un avance que alguien quiera saber qué explosivo pusieron en las bombas de Atocha con las que llegó al poder esta caterva de miserables en España o de affaires similares de otros países; quizá sospechen algo que no se atreven a decir y no es oscurantismo el que casi un pueblo entero se desentienda de ello.
Todos se nutren de un error de traducción y de la doble interpretación con que la mafia rosa impone una sectaria paráfrasis unilateral y única para todo el mundo de lo que nadie ha dicho y sólo existe en su perturbada imaginación, apoyada por las Naciones Unidas. Si, en un ejemplo, se usara un preservativo en un hospital para impedir una infección, el médico lo podría ver como un guante o un instrumental médico, pero la gaycracia vería una conquista, no en la medicina sino en la consolidación de sus objetivos igualitarios. Si una persona, en otro ejemplo, se pone un preservativo en la mano porque tiene que saludar a una ministra y le da asco, el usuario lo considerará un uso justificado –por profiláctico- pero la gaycracia enquistada en el estado ¿verá un avance social o de libertades? Los ejemplos se pueden multiplicar: gobiernos gais que prohíben fumar para ampliar derechos no vetan determinadas relaciones sexuales aunque propaguen el sida, prevalece la libertad sexual. Prohíben disfrutar de la velocidad por las consecuencias, pero alientan prácticas sexuales de riesgo con independencia de las consecuencias.
Aunque lo cierto es que el poder que está imponiendo la gaycaracia en el mundo no ha promovido ningún avance científico, los ignaros socialistas se consideran los únicos luchadores contra el sida, sin ver que su casta dirigente acoge a los agentes que incuban la enfermedad y a los que nunca han reprochado sus actividades contagiosas, al contrario de lo que hacen con los fumadores o los conductores. A tal efecto las Naciones Unidas son la tapadera; su portavoz se ha plegado a la interpretación torcida de las palabras del Papa –probablemente por mera obligación de servir al amo que le mantiene en el cargo-; su lucha contra el sida se ha limitado a difundir preservativos, no ha sido más que una propaganda inmensa y un conjunto de chantajes contra pueblos del tercer mundo asociados al mantenimiento de su inútil burocracia y a corruptas colusiones con algunas empresas farmacéuticas, con el mismo resultado que cuando declararon la alerta mundial por la gripe porcina o el cólera en Haití; sus estadísticas son apabullantes, pero no dejan ver los hospitales ni las medicinas; su verborrea impresiona más que sus invisibles acciones sanitarias; su presión sobre los gobiernos débiles tampoco permite ver la claudicación con los poderosos que compran el nepotismo de esa burocracia a costa de pueblos trabajadores y honrados que la pagan.
Ahora bien, nos podemos reír de la estupidez de esa burocracia y de su base social, conformada a su medida, pero el mundo en que vivimos está atrozmente dirigido por esos serviles burócratas de un poder sin nombre y oculto y, en ocasiones por falta de intelecto y otras por una perversión del mismo, se arrastran haciendo favores a ese poder inmundo que saca beneficios de que otros sufran, pero quizá deberíamos tratar de evitar que vivan a nuestra costa.
Juan Antonio Martínez
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