Una sombra en los juzgados de Pozuelo

Acostumbrado como estoy a ver cada día en mi trabajo a personajes que parecen extraídos de Los Santos Inocentes, no esperaba yo que el azar me trajese un rato tan oscuro como el que pasé hace unas semanas cuando ví entrar en el juzgado en el que sirvo al anterior presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González.

En realidad, vi emerger a alguien que parecía salido de un gulag soviético. El antaño joven es ahora un hombre surcado por el dolor, hecho que me causó honda impresión. Todos conocemos la cacería a la que se ha visto sometido. Mayor disgusto, sin embargo, me produjo algunos comentarios que, inflamados de cierto rencor ideológico permiten banalizar la desgracia ajena.

Que la política ya no tiene aquél brillo de los políticos del diecinueve a los que estudiábamos en nuestros libros de historia parece claro. Que la llamada corrupción política se ha convertido en un salvoconducto para que, sobre todo, desde ciertos sectores ideológicos se azuze el nihilismo y la ira hasta llevar a las masas a un extremo de crueldad y deshumanización propios del cadalso, enero de 1793, también.

Ahora parece que sólo por formar parte de la masa asalariada (a la que pertenezco) ya estás tocado,  por el hecho de serlo, de una cierta superioridad moral. Y viceversa. El mero hecho de ser político ya te obliga a consentir que por las calles, convertidas ahora en apostaderos, se vuelque en ti un odio de plomo que convierte la desgracia ajena en motivo de festejo.

Dejemos que sean los jueces los que juzguen a cada cual. Todos merecemos la misma consideración humana y legal. Verbalizar la apetencia más o menos oculta de linchar a un político, al tiempo que uno se maquilla, en la charla del café de media mañana, con el look más progresista y salvador de perros de Somalia, capaz de pensar que Jesús era un indignado del 11M, retrata al dicente pero contribuye poco a hacer Justicia de verdad.