La educación española
Sigo con atención desde las cumbres de los Andes la triste deriva española y me voy quedando cada vez más estupefacta de cómo un día pude pensar que debíamos imitar a España. Sin duda teníamos en mente una imagen de lo que fue la madre patria en otra época cuando toda nuestra ilusión era trabajar allá. Y no lo digo sólo por el sistema informativo que tuve ocasión de conocer de primera mano, trabajando, con todos parabienes democráticos pero sin ninguna dignidad personal en uno de los grupos informativos más esclavistas y que, según parece, tiene la burbuja a punto de pinchar: les va a servir de poco el explotar a las serviles becarias inmisericordemente, como carne de cañón para los tiburones de las logias.
Los siete millones y medio de alumnos y el casi millón de maestros del sistema educativo público están en pie de guerra, haciendo huelga; protestan contra los recortes del gobierno en educación. Para los huelguistas su sistema educativo es intocable y cuentan con el apoyo de toda la izquierda y parte de la derecha democrática. No hace falta decir que la madre patria invierte más en lo que ellos llaman educación que lo que disponemos varios países andinos para la totalidad de servicios públicos. Pero no parece que les sirva de nada. El resultado no es mucho mejor que el nuestro, ni creo que lo fuera si triplicaran el presupuesto de educación o lo multiplicaran por treinta. Podrían comprobarlo comparando el nivel de matemáticas de nuestros estudiantes bolivianos que han estudiado en condiciones precarias pero pensando con su cabeza, sin sustituirla por las computadoras y artilugios tecnológicos que los españoles usan como simples juguetes; pero no lo van a hacer para no quedar en evidencia.
El resultado es una burbuja de títulos de papel couché cuya calidad no es mucho mayor que la producción ibérica de tocino y patatas comparada con la tecnología espacial. No obstante, según los huelguistas, el mantener el sistema no exige evaluar esa calidad sino menos recortes y más inversión. No concretan cuánta ni de donde se va a sacar; desde luego, no puede salir de la producción económica de sus egresados porque es nula, los títulos que tan solidariamente reparten no sirven para nada. Con mayor inversión conseguirían la satisfacción de tener más funcionarios repartiendo títulos, pero es extremadamente difícil que puedan ser ya de peor especie.
En realidad, si estuvieran todo el año de huelga no se notaría lo más mínimo en el nivel cultural de la gente de la madre patria y el ministro quizá debería forzar que la hicieran para hacerles entender el nulo valor añadido de su docencia y con el ahorro se saldaría una parte de la deuda pública. Además los estudiantes se iban a entretener mejor con las televisiones, tan llenas de gais que asemejan harenes orientales con los que hace negocio el Gran Marrano y, aunque también tienen un coste, es menor que el de la multitud de aulas donde son toscamente imitados por los docentes.
Quizá sea que lo que reclaman esos maestrillos sea sólo que el sistema garantice que sigan llenas las barrigas de todos esos Sanchos Panza que allá llaman profesores, y que no les falten los barbitúricos para sus prolongadas ausencias del trabajo a causa de sus continuas y persistentes depresiones, debidas tanto a los frustrantes resultados de su vida pública y privada cuanto a su embriaguez democrática, a su persistente adiestramiento en valores democráticos que, ante todo, sirve para saber votar en las elecciones que convoca el sistema. En realidad es una educación tóxica que afecta a la conducta futura de alumnos y profesores, del poder político y de quienes lo manejan en la sombra y que se retroalimenta democráticamente. Por ello la educación democrática española es el mejor ejemplo de lo que no deberíamos hacer los pueblos andinos si queremos tener una cultura decente y progresista o unos jóvenes preparados profesionalmente y con algo de moralidad y madurez personal.
Jennifer García
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